Gabacho, del Marennes. Marino, científico, cuarentón y medio metro ─o menos─. Así se podría describir por encima a Jean Jacques Lucas, un marinero tan valiente como peligroso, en lo de la honradez no entraremos, pues en el momento y la situación en donde ocurre todo ser honrado era prácticamente sinónimo de ser idiota, y aquel 21 de octubre de 1805 bastante tenía con sobrevivir lo suficiente para sacarle las tripas a otro inglés más antes de que le picaran el billete.
Unos
días antes, Villeneuve, aquel infame vicealmirante, había ordenado a la
escuadra franco-española abandonar el seguro puerto de Cádiz para enfrentarse
en mar abierto contra las naves de la Pérfida Albión. El choque inminente sería
un poco más al sur, donde hoy hay un faro perdido en mitad de una zona de veraneo:
cabo Trafalgar.
Napoleón
Bonaparte ya andaba detrás de revolverles las asaduras a los ingleses. Lo había
intentado anteriormente un par de veces con desiguales resultados: en Algeciras
salió bien parado, pero en Finisterre al Corso le salió el marrano mal capado y
vociferó a los cuatro vientos que como estratega en tierra firme era un
filigrana, pero que habiendo agua de por medio fallaba más que una escopeta de
feria. Ahora de nuevo en el mar y con Villeneuve al mando la cosa pintaba mal.
El enano Lucas se olía el percal, conocía de sobra las naves inglesas y sabía
que a base de zurriagazos lejanos, que es lo que se pretendía, no se
conseguiría nada. Según Lucas la única forma de salir más o menos bien parados
del enfrentamiento sería mediante el cuerpo a cuerpo tras un abordaje.
El
enano Lucas llegó a Trafalgar como capitán del Redoutable, navío de línea de segunda clase, bandera francesa, dos
cubiertas y setenta y cuatro cañones, que poco antes de salir se reconvertirían
en setenta y ocho. Una perita en dulce para cualquier marinero experimentado, y
el enano lo era. Más de veinticinco años de mili en el mar, y vivo. No se podía
decir lo mismo de la mezcolanza de hombres que completaban su tripulación:
pordioseros, borrachos y mendigos que habían sido alistados a la fuerza en las
calles de Cádiz. Pintaban bastos.
Ya
en batalla los buques franco-españoles formaban en línea, mientras que por su
lado el almirante inglés Horatio Nelson, mandó formar en dos columnas paralelas,
para así romper la línea enemiga por el centro. Él y su Victory encabezarían una de ellas, la Royal Sovereign la otra. A pesar de comer pólvora y balazos por un
tubo Nelson consiguió colarse entre las naves de la escuadra franco-española,
aunque se desvió bastante y en vez de meter la popa entre el Santísima Trinidad ─joya de la armada
española─ y el Bucenture francés,
acabó entre este último y el Redoutable
del tal Lucas, el cual había observado junto con su tripulación cómo se
producía la maniobra, pensando que ya era mala leche que con todos los barcos
que había les hubiera tocado a ellos el gordo.
Aún
no había comenzado la fiesta especial de pólvora y sangre, cuando el enano
Lucas vio por el rabillo del ojo que el almirante Villeneuve estaba más perdido
que Fernando VII en una biblioteca, mientras que el Formidable seguía navegando hacía el norte, pasando de todo y sin
soltar un mísero cañonazo. El compartimiento cobarde de su capitán, Dumanoir,
no se le pasaría por alto a la historia ni tampoco al enano Lucas, que entre
dientes y mientras ordenaba a sus hombres que dieran marcha a los cañones con
cureña y aparejos, maldecía a sus cobardes y estúpidos superiores.
Poco
antes de que Nelson metiera su proa entre los dos barcos franceses, rompiendo
definitivamente la línea, los chicos de Jean Jacques Lucas dispararon un
cañonazo que tumbó el palo de mesana del Victory.
Esto enfadó mucho ─con razón─ al almirante inglés, que enseguida respondió con
una andanada de zurriagazos que dejó a la nave del enano Lucas lista de
papeles, escupiendo un humo negro y espeso que cubrió inmediatamente toda la
zona. A pesar del desastre las cosas se habían puesto donde el francés quería;
cortada finalmente la línea Lucas se jugó el todo por el todo y ordenó a sus
hombres que en cuanto las bordas de ambos navíos se tocasen saltaran al
interior del Victory y atacaran sin
piedad. No quería prisioneros. Descargaron toda la fusilería antes de abordar
el barco inglés, incluidas doscientas granadas. Nelson, ofuscado y furioso,
tuvo que ver como un grupo de pordioseros y un enano estaban haciendo chacina a
sus hombres. Tras la acción, la cubierta se había llenado de cadáveres, el olor
a sangre fresca era insoportable y la pólvora vertida al aire arañaba los ojos
de los supervivientes.
Pero
la pesadilla no había terminado para los ingleses, pues cuando la nube de
pólvora y humo negro se disiparon se percataron de que el almirante Nelson, el
mayor héroe de la historia de la marina inglesa, se deshacía como un azucarillo
en una taza de té a las cinco de la tarde. Un tirador francés, a cargo de Lucas,
le había descerrajado un certero disparo que le había destrozado la columna
vertebral. La alegría duró poco, pues en seguida el Temeraire ─un buque de tres puentes─ acudió en ayuda de Nelson
lanzando toda la fuerza de sus cañones sobre el Redoutable. El resultado; casi seiscientos muertos, el palo y la
cofa mayor incrustada en el barco inglés, medio barco ardiendo y el otro medio
acribillado a cañonazos. Lucas decidió entonces rendirse, cabeceando hacia
ambos lados y ciscándose en los hijos de la Gran Bretaña. Le habían dejado el barco
hecho unos zorros.