Tengo una
manía, me gusta sentarme en las terrazas de las cafeterías y ver pasar a la
gente, creo que es una buena forma de conocer a las personas y personajes de
una ciudad, me gusta observar sus costumbres, no solo sociales, sino también
las gastronómicas, sobre todo cuando se trata de un país que no es el mío. Por
eso suelo pasearme por los mercados de abastos aunque no compre nada, visito
también los barrios alejados de la zona turística, en los que no hay monumentos
ni museos, solo gente como usted y como yo, trabajadores, estudiantes,
inmigrantes. Para mí, visitar estos lugares tiene tanta importancia como
visitar las mejores salas de exposiciones, es la mejor forma de conocer a la
gente que te rodea.
A esta nueva tipología se le puede definir como rebaños de turistas, pastoreados normalmente por una joven guía autóctona, éstos, se pasean por la ciudad chocándose con la gente que camina en dirección contraria a la suya, porque solo miran por el objetivo de su cámara, o porque simplemente van mirando al cielo con la boca abierta, como si esperaran que en cualquier momento apareciera el Ángel caído espada en mano a cobrarse cuentas pendientes, asaltando después las tiendas de souvenirs como auténticos mercenarios, arrasando con cualquier obsequio que se interponga en su camino.
El caso, es que el otro día me encontraba en una terraza, con mi café, tranquilamente leyendo y observando la flora y fauna del lugar, cuando vi doblar la esquina a una de esas guías con un paraguas azul en alto, el pánico se apoderoó de mi alma cuando vi el grupo que se recortaba detrás de la esbelta figura de la morena guía, que más parecía una modelo de cualquier marca de ropa íntima que una pastora de turistas. En pocos segundos los habituales del bar nos vimos rodeados por el grupo de turistas ingleses, no es que tenga nada contra el turismo, ni mucho menos, yo también soy, he sido y seré turista, además todo el mundo tiene derecho a ganarse la vida. La diferencia estriba en el comportamiento, en la educación. De niño me enseñaron a hacer turismo respetando la ciudad que visito, los monumentos, incluso a las hordas de hooligans disfrazados de quinceañeros.
Cuando ya estaba a punto de mandarlo todo al carajo e irme a quemar una agencia de viajes, apareció la modelo de ropa interior reconvertida en guía, decidiendo que ya era suficiente sufrimiento por hoy y con el paraguas en ristre siguió con la visita, su cara mostraba decepción y cansancio, pobre-pensé-, mientras se alejaba, y yo pedía otro café.