Era mayor,
taciturno y ojeroso, su delgado cuerpo no levantaba más de metro y medio del
suelo. Sus cortas piernas, colgaban desde el asiento del autobús donde nos
conocimos. Su cara, morena y arrugada mostraba a primera vista todo lo que
había pasado, era iletrado, pero no inculto, sus pequeños y casi cerrados ojos
marrones mostraban una viveza juvenil, aunque como él decía, ya había pasado los
tres cuartos de siglo, aunque en realidad no tenía muy claro su edad exacta-año
arriba, año abajo, dijo, y luego soltó una divertida carcajada-.
Nació en la mayor de las pobrezas,
en un pueblo cercano a la frontera española, en la zona conocida como los
Tras-os- Montes, su padre era agricultor y su madre murió al poco de nacer él,
desde muy joven tuvo que apechugar, apretar los dientes y tirar hacia adelante
saltando los reveses y las bofetadas que le deparaba la vida, bofetadas, que
por la cara que puso al recordarlas debieron de ser muchas. Aunque nos
conocimos en un autobús lisboeta, estuvimos bastante tiempo hablando. Yo venía
de pasear por los Monsantos, y cogí el autobús justo en la puerta del Palacio
de los Marqueses da Fronteira para dirigirme al centro de la ciudad. Cuando
accedí al trasporte, él ya estaba sentado allí, su mirada se perdía a lo lejos
por la cristalera del vehículo.
Pronto nos pusimos a hablar, a él le
hizo gracia mi acento y cuando le dije que era de Zamora, me llamó paisano. No
hizo falta nada más para que este hombre comenzara a hablar conmigo, no
recuerdo como se llamaba, tal vez ni siquiera me lo dijo, tenía mucha prisa por
contarme sus idas y venidas, por parte de
la geografía portuguesa y española, sobre todo en la zona zamorana y salmantina,
cuyos recovecos se conocía al dedillo, como la palma de su mano-afirmó-,
mientras la mostraba. La piel de su mano, era morena como su rostro, las
gruesas arrugas que la surcaban eran hondas como surcos para cereal. Tras más
de media hora hablando sin parar de su juventud, me contó una historia que me
hizo gracia, o que por lo menos me sorprendió. Si les parece bien, hoy la
compartiré con ustedes.
Resulta, que nuestro amigo, debido
a lo mal que se encontraba la vida en
Portugal durante sus años mozos, ya saben, una época difícil, falta de comida
en el campo, subida de los precios, el país lo gobernaba un dictador...Tampoco
me voy a poner pesado dando datos, por todos conocidos, y el que no los
conozca, puede hacerse una idea aproximada pensando en los años sesenta de
nuestra querida y cainíta España. El caso, es que nuestro querido amigo
trasmontano, vio una posibilidad de dejar de lamerse las heridas producidas por
la pobreza y la falta de alimentos. Pero el problema apareció al poco de planteárselo.
En un principio, el problema fue moral, tras comentarlo con algunos amigos
cercanos, ese problema se convirtió en
algo legal, pues llegó a entender que la operación conllevaba bastante riesgo.
De repente un día, cogió una
bicicleta y se lanzó a intentarlo, ató un pequeño paquete en el trasportín de
su bicicleta y se encamino hacía un pequeño puente que separaba su aldea de los
primeros pueblos o pedanías españolas. Al acercarse al puente, encontró las
distintas patrullas, de la policía portuguesa y de la Guardia Civil española,
situados allí para evitar el estraperlo o el mercado negro de distintas
sustancias, como el café “Camello”,
muy en boga en esos momentos, por su calidad y pureza, sobre todo en
comparación con el café español de la época.
Cuando nuestro protagonista se
acercó a la primera patrulla, estos, se acercaron rápidamente a ver si el hombre
tenía algo que declarar. Como dijo que no, los raudos defensores de la ley y el
orden comenzaron a cachearle, en busca de elementos prohibidos, cuando acabaron
con él, comenzaron con el paquete que portaba en la bicicleta. No encontraron
nada, y por supuesto le dejaron pasar. Así durante un par de días cada mes.
Tras más de un año haciendo la misma operación, los policías de ambos países ya
lo conocían y lo dejaban pasar sin pararle, y solo de vez en cuando le
cacheaban para hacer el paripé ante algún cargo superior. Comentaba el hombre,
mirándome fijamente y sonriendo mientras me contaba la historia. Nunca tuve un
problemas al cruzar la frontera-confesó-, y además conseguía tener un dinero
extra al mes con el que sufragar gastos y poder vivir de una manera más o menos
desahogada.
Cuando volvía lo hacía andando, a veces
esperaba al cambio de turno, o simplemente cruzaba mediante una tirolina
situada en ambos lados del río Duero, Douro para él. Una de esas tirolinas, que
usaban los contrabandistas de café y aceite cuando la noche llegaba a la zona
del río, y que en noches sin luna se convertía en una vía rápida y discreta. De
esa manera, pasaba de España a Portugal sin llamar la atención. A los pocos días volvía con su bicicleta a
cruzar el puente y los policías que se encontraban allí de servicio, lo dejaban
pasar, pues sabían que no ocultaba nada, pero también sabían que se dedica al
estraperlo.
La solución es muy sencilla, se lo
aseguro, yo aún sonrió cuando recuerdo la picara cara del viejo estraperlista,
mientras me contaba como lo había hecho.
Simplemente, ellos buscaban café o aceite, pero dejaron pasar una cosa
por alto. Cada día, el viejo estraperlista llevaba una bicicleta distinta, con
la que no volvía a tierra portuguesa, cambiando esta mercancía por unas cuantas
pesetas de más en el bolsillo. Como ven, genio y figura, de nuevo puedo volver
a afirmar rotundamente, que el hambre espabila el intelecto y la imaginación.
qué grande
ResponderEliminarLo cierto es que la cultura y la picaresca de la gente mayor, nos deja a los más jovenes por los suelos. Cuanto tenemos que aprender de ellos.
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