El día amaneció soleado, tranquilo,
como era de esperar, el calendario marcaba en sus páginas el día 31 de mayo,
corría el año 1906.
Un bullicio de gentío, altanero,
deseoso de pan y circo se arremolinaba con gran estruendo ante las cercanías de
la madrileña iglesia de los Jerónimos, justamente enfrentada a la pared trasera
del Museo Nacional del Prado. También, en otras muchas calles de Madrid, se
podía ver, oír y sentir el barullo del populacho. Supongo que con estos leves
datos, muchos ya se harán cargo del acontecimiento que narro, o que me dispongo
a narrar.
Este día, 31 de mayo de 1906-, se
llevaba a cabo en la iglesia citada con anterioridad el enlace matrimonial-y
real-, del rey Alfonso XIII y Victoria Eugenia de Battenberg-para algunos en la
época la princesa más guapa del momento-. La Puerta del Sol hervía de caras
sonrientes, expectantes, para poder ver pasar a unos metros de sus humildes
cuerpos la carroza cargada con los recién casados. La Puerta del Sol, aparecía
totalmente desierta de canarios-así se denominaba a sus tranvías-, porque la
policía había blindado el centro de la ciudad y nada que no fuera excepcional ocurría
en su interior, apartando lo diario de sus calles, no había tranvías, ni
mendigos, nada de lisiados de la guerra de Cuba o Filipinas. Todo había
desaparecido en pro de la seguridad.
Pero, como en todos los
acontecimientos históricos que se precien, existe una cara y una cruz, pues en
uno de estos lugares atestados de gente, había otro individuo un tanto ajeno a
la felicidad colectiva. Su llegada a la ciudad, no había sido nada
fácil-pensaba Mateo Morral-, mientras montaba la bomba casera, sentado sobre un
pobre jergón situado en su habitación de pensión. Cuando unos meses antes había
dado con sus huesos en la capital de España, nada parecía alentador, primero la
dificultad para llegar de Barcelona a Madrid. Luego, la imposibilidad de
encontrar una habitación de pensión con un balcón o ventana que diera a algunas
de las calles por las que debería de pasar el cortejo, y por si fuera poco,
aquel endemoniado y maldito picor, causado por una infección venérea. Pero,
algunas cosas se fueron arreglando con el paso del tiempo, y unos días antes al
del enlace, Mateo Morral, consiguió hacerse con una habitación que diera a la
Calle Mayor de la capital. Concretamente, en el último piso del número 88.
Ya instalado, otra cosa perturbaba
en sobremanera al anarquista, era la maleta, esa maleta que escondía bajo la paupérrima
cama, o más bien, lo que le preocupaba, era el interior de esa maleta. Allí,
estaba la bomba, la bomba Orsini-un modelo similar a la que explotó en el Liceo
de Barcelona-, la cual, aún a medio montar, lo perturbaba. Morral, repasaba una
y otra vez, de forma mental y mecánica cada uno de los pasos a seguir para
finalizar el tétrico montaje, sudoroso cada vez que la tomaba en sus manos,
temeroso de que tras un mal movimiento, el artefacto explotara y se fuera todo
a hacer puñetas.
En esas estaba Morral, cuando miró
de reojo el ramo de flores situado a su vera, un ramo de flores, que esa misma
mañana había comprado a una florista en la cercana Red de San Luis, tras la
última reunión con sus confidentes de la capital. Mientras tanto, recordaba su
vida anterior a los viajes a Alemania, donde conoció el anarquismo. Recordaba
su infancia rodeado de la burguesía textil catalana-a la que su familia
pertenecía-, y recordaba todo esto, intentando olvidar el maldito picor de la
enfermedad que lo quemaba por dentro.
Mientras tanto, la ceremonia de los
Jerónimos tocaba a su fin, el cortejo de vuelta a Palacio comenzaba. La carroza
real, ricamente decorada y tirada por unos preciosos caballos blancos, tocados
con pomposos penachos rojos comenzaban su andadura. Rodeado de la guardia real
a caballo, con el traje de gala.
El real cortejo, enfilaba ya la
Calle Mayor-había dejado atrás el lugar con mayor cantidad de populacho, y por
tanto la más peligrosa a ojos de la seguridad, la Puerta del Sol-. El cortejo
se detuvo un momento ante la confitería La Mallorquina, para saludar a
ciertos personajes importantes de la sociedad madrileña, que habían
interrumpido su tertulia y su café, para saludar desde el segundo piso. El
ambiente de la calle era de gran alborozo, los obreros agitaban sus viseras
como si les fuera la vida en ello, y las mujeres mostraban sus pañuelos de los
días de fiesta al ver pasar el séquito.
Mateo Morral, colocaba con sumo
cuidado la bomba Orsini dentro del ramo de flores, con tacto y tranquilidad. La
tranquilidad y el tacto que la situación y el nerviosismo le permitía. El
alboroto crecía por momentos, lo cual era clara referencia a que los recién
casados estaban cerca, el anarquista Morral, se caló la visera hasta las cejas
y salió al balcón.
La comitiva pasaba por delante de la
puerta de la iglesia del Sacramento, y de nuevo volvió a pararse a saludar,
justo ante la puerta de la pensión, justo ante el número 88 de la Calle Mayor,
justo bajo el balcón donde Mateo Morral asomaba ya con un ramo de flores en la
mano. De repente, el ramo era lanzado hacía los novios, y unos segundos
después, un gran estallido aturdió a toda la calle. Los vecinos del número 88,
que estaban asomados a los balcones, fueron lanzados hacía el interior de sus
viviendas, los caballos de la carroza real aparecieron destripados en los
adoquines, cuando la oscura nube provocada por la explosión desapareció.
Guardia reales heridos, cuerpos de ciudadanos anónimos desangrados, con partes
de su cuerpo amputadas y esparcidas por el suelo. Un ingente número de gente
huía sin dirección, intentado escapar de la tragedia, pisándose unos a
otros.
La explosión fue tan fuerte, que se
oyó incluso en la Plaza de Oriente, donde los asistentes, pensaron en un primer
momento que alguno de los enormes andamios de la construcción de la neoclásica
catedral de la Almudena se había venido abajo.
El final del atentado es por todos conocido, los reyes
permanecieron a salvo en todo momento, pero la explosión acabo con la vida de sesenta
y seis personas, y con cientos de
heridos.
Hoy en día, el atentado es recordado
con una pequeña estatua situada a las puertas de la iglesia del Sacramento, que
sustituye el original que fue derruida durante el gobierno de la Segunda
República, la cual denominó durante un breve tiempo a la actual Calle Mayor,
como Calle de Mateo Morral. Lo que no ya todo el mundo sabe o conoce, es que
justo en frente de esta monumento, en el último piso, del número 88 de la Calle
Mayor, donde se vislumbra el balcón más cercano a la esquina de la calle de San
Nicolás. Allí, permanece de forma perenne, durante todo el año, una palma seca,
en recuerdo al lugar desde el que fue lanzada la bomba, en recuerdo a un
anarquista catalán, que un caluroso día de 1906, sirvió de cabeza de turco, a
los tejemanejes de políticos conocidos, que como siempre no dan la cara. Asique
ya saben, la próxima vez que paseen por la Calle Mayor de Madrid, no dejen de
levantar la vista hacía el último balcón del número 88. El balcón del
anarquista.
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