Hace unos cuantos años visité una galería de arte en un barrio de Bruselas-no recuerdo ni el nombre de la galería, ni el del barrio, ya lo siento-. Sé que estaba a las afueras-más o menos-, y relativamente cerca del moderno Parlamento Europeo, allí donde nuestros eurodiputados, luchan a brazo partido por nuestros derechos y sus vuelos semanales en Bussines, ya me entienden.
Recuerdo haber entrado en aquella
galería o pequeño museo, en busca de unos carteles modernistas de cafés y
cabarets parisinos, pero niet, ni hablar del peluquín. Una señorita muy
risueña, de ojeras marcadas y lengua francesa con acento flamenco, me dijo que
lo sentía mucho, pero que durante unos meses la exposición que me había llevado
hasta allí estaba desmontada, para dejar paso a una exposición itinerante sobre
la cultura subsahariana. Asique subsahariana-pensé-. ¿A qué se refieren ustedes
con lo de subsaharianos?, pregunte más por maldad que por curiosidad. La chica
se encogió de hombros, y dijo sin más: Pues supongo que a lo que está debajo
del Sahara, y volvió a lo suyo.
Pues si algo me hincha la válvula
hasta el punto de que me salta y me cisco en todo lo ciscable, es la estupidez
lingüística generalizada en la que nos estamos metiendo, como si de una espiral
de analfabetismo se tratara. Y es que la dichosa exposición sobre la cultura
subsahariana, se refería a los problemas del África negra-la de toda la vida-.
Pero como nos gusta usar eufemismos estúpidos, y tonterías varias por no
pronunciar las palabras negro, viejo o puta…etcétera, en vez de usar
correctamente el lenguaje y dejar de parecer políticamente y correctamente
estúpidos.
En la calle ya, decidí prescindir
del metro y pasear un rato bajo la incipiente lluvia belga. No se si por la
imagen, por la estúpida exposición del artista o porque tenía el día tonto,
comencé a recordar a un chico que conocí años antes. Se llama-o llamaba-,Diouf,
era senegalés, y cuando yo lo conocí vendía esculturas de ébano en la piazza della Signoria de Florencia.
Finalmente, tras un rato hablando
llegaron las personas que estaba esperando, y partimos-teníamos una cita para
visitar la galería Uffizi-. Antes de
despedirnos, le compré una de las piezas de ébano que vendía-un elefante-, que
cargué durante días en mi mochila, hasta que la última noche, mientras comía
una Focaccia en una pequeño restaurante del barrio del Trastévere en
Roma, se la regalé a un niño español de unos ocho años, que jugaba alrededor de
sus padres cerca de la puerta de entrada.
Supuse que para él, siempre sería el
recuerdo que le regaló un tipo en un bar de Roma en su primera visita a Italia,
mientras para mi era un peso psicológico, pues cada vez que la observaba, o la sopesada
en mis manos veía el sufrimiento de Diouf, y de tantas personas como él. Otras tuvieron
menos suerte y murieron ahogados.
Por eso, ese día de paseo bajo la
lluvia en Bruselas, me cisque de nuevo en la sociedad occidental, en su cultura
de mirarse el ombligo, en su necesidad de lo más caro y de lo mejor, de su rechazo a lo que no les gusta. Siguiendo
por las nuevas tipologías artísticas y los artistas modernos, que hablan de
problemas graves mirando hacia otro lado y usando eufemismos. Esos
tipos-políticos incluidos-, que no se han plantado delante del Diouf de turno,
y le ha mirado a los ojos mientras escuchaban su historia.
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