Nadie
lo pensaba, ni tan siquiera él, sino, tal vez sus últimas andanzas por la vieja
Europa no hubieran transcurrido de la forma en que lo hicieron. La noticia
llegó casi sin previo aviso, pues solo sabían de ella-y no con mucha
confianza-, los bonapartistas que se reunían -con nocturnidad-, en la rue
Saint-Jacques de París. Por supuesto los realistas-encabezados por ese inepto y
egoísta Borbón, conocido como Luis XVIII-, no solo no la esperaban, sino que su
inicial incredulidad ayudó al antiguo Emperador a llevar a cabo su empresa.
La
empresa a la que me refiero, no era otra que el desembarco de Napoleón
Bonaparte en Portoferraio-provincia de Livorno-, tras salir de su encierro en
la Isla de Elba. Era 26 de febrero de 1815 y su intranquilo retiro había durado
apenas un año. Cuando el corso llegó a tierra firme, sus sospechas sobre la
marcha de su antiguo imperio le daban la razón, pues el gran Imperio francés no
solo había dejado de expandirse, sino que además se había replegado hasta un
punto irrisorio para el antiguo emperador.
Tampoco
falló en su impresión sobre el sentimiento de su pueblo, el cual, en una gran
mayoría mostraba su gran malestar en cuanto a la restauración, y al regreso de
los borbones. Muchos de ellos, tanto bonapartistas convencidos, como los que lo
fueron a la fuerza, habían perdido mucho, algunos demasiado por llevar a
Francia a ser ese gran Imperio, el cual ahora, con la llegada de Luis XVIII, se
desmontaba, se desquebrajaba como un muñeco de barro seco, que se cae como un
sentimiento pétreo y golpeado con un fuerte martillo llamado historia.
Luis
XVIII, como habrán adivinado estaba lejos de ser uno de esos llamados
monárquicos abiertos, cercanos al pueblo. Pronto demostró su verdadera cara, o
tal vez no la ocultó nunca. Los bonapartistas esparcidos por el país eran
perseguidos y cruelmente asesinados, detenidos, casi masacrados, esta actuación
fue la que asfaltó el camino para que el petit
cabrón regresara y se apoltronara de nuevo en el sillón imperial. Luis
XVIII, un botarate con tiara y despacho en las Tulleirias de París-como lo fue
en el la Plaza de Oriente madrileña su compañero de trabajo español, un tal
Fernando VII, ya mencionado en está y muchas otras páginas como el peor rey de
la historia de España, lo que hablando de España es mucho decir-.
Este
rey de trapo, de mentira, de repuesto, podrido hasta las entrañas, como lo
estaban sus antecesores en el trono galo-y en el resto de Europa-, colocado
para intentar tapar un hueco demasiado grande para tan poco ingenio-, como se
demostrará más tarde con la proclamación de la república francesa-definitiva
hasta el día de hoy-. Este arrogante tipo, no solo no se ganó el cariño, el
afecto o simplemente el respeto del pueblo-ese del que él se creía dueño-, sino
que además los pisoteó, lo humilló, y lo que es aún peor, no solo lo hizo con
el francés de a pie, sino que su soberbia y avance pútrido, leproso llegó hasta
los viejos y aún poderosos veteranos de la Grande
Armée francesa. Esos tipos que se dejaron los huevos y las entrañas en los
campos de batalla de toda Europa, gritando entre dientes apretados ¡¡¡Vivelefrance!!!, mientras españoles,
ingleses, prusianos y demás compañeros mártires les abrían las asaduras, les
degollaban a la altura del corbatín, les picaban el billete a fuerza de voluntad
y sangre-da igual fría o caliente-, hasta que en el momento justo de dejarlos
listos de papeles los escupían a la cara llamándolos gabachos de mierda.
Por
eso ninguno-o casi-, de estos tipos hicieron nada para impedir el paso del
emperador por todo el país, cuando este desembarcó en la costa francesa de
Antibes y se puso en camino hacía París, más aún, muchos de estos hombres, se
enfrentaron a los realistas que intentaban cortar el paso a Bonaparte y sus
chicos en algunos territorios poco afines-como en la Provenza-.
La
ya conocida y aún más reforzada personalidad y poder de atracción del Corso,
unida a la falta tacto y al nulo carisma del monarca, sirvió para que el
primero llegara a juntar un ejército en el camino que lo llevó desde la Costa
Azul hasta la capital francesa. Incluso el Mariscal Ney “El Rubicundo”, el cual había llegado a expresar en público -durante
la valentía que daba a estos tipos el encierro de Napoleón en Elba-, que
Bonaparte debería ser llevado a París en una jaula de hierro. Curiosamente al
poco del desembarco, se unió al emperador con sus 6000 hombres. Luis XVIII no
intentó parar el avance más que débilmente, su poca confianza en los hombres-
tal vez por soberbia, tal vez por cobardía-, le hacían desconfiar de las
noticias y de los acontecimientos, en unos días, la realeza, la monarquía
francesa débilmente reconstruida por él, comenzaba a templar en su base aún a
medio cocer, y que se desquebrajo tan solo con un leve ademán de poder
realizado por parte del emperador, acabando así con este reinado vago, creado
de la mezcla de antiguos prejuicios y modernos valores, que no eran tales.
El
20 de marzo de 1815, y arropado por la ciudad de París, Napoleón Bonaparte
llegaba de nuevo a la capital francesa, para tomar el mando del país en el
Palacio de las Tulleirias, del cual poco antes el rey Luis XVIII-ese valiente-,
había salido apresuradamente.
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