El día era desapacible, y el cielo sombrío, plomizo, casi ceniciento, tan sólo
auguraba que la situación iba a empeorar en breves momentos, el frío aire
corría descontrolado por las calles, dándote en la cara y dejándote tieso.
Segundos después, el plúmbeo cielo, comenzó a descargar agua. Llovía en Madrid.
La verdad, es que el día ofrecía pocas alternativas para los
viandantes, era domingo por la mañana, y el clima te sacudía con agua, mientras
que el aire te cimbreaba a la primera de cambio. Lo normal, hubiese sido-en mi
caso-, buscar una librería, de estas de todas la vida-las pocas que quedan-,
pues los McDonals y los Starbucks, van devorando sin piedad los grandes locales
del centro. Como decía, lo normal en mí,
hubiese sido hacer algo, que suelo hacer a menudo, meterme en una librería y
pasar las horas muertas, rodeado de libros y mapas, buscando y rebuscando hasta
que la mañana o la tarde avance, o hasta que el librero cerrara, cansado de
verme por allí dando vueltas. Saldría después a la calle, con unos cuantos
libros de la mano, o en una bolsa, y me metería acto seguido en un café,
también, de los de toda la vida-los que quedan-, no me hagan repetir lo de las
franquicias americanas, por favor. Y los asaltaría, entre cafés o cañas, los
tocaría, los olería y leería sus primeras páginas. Tras sopesar su valor, por
ser primeras ediciones, o por ser un volumen que has buscado durante largo
tiempo, -encontrándolo escondido tras una enciclopedia de arte, en el fondo de
una estantería-. Me iría a comer un bocata de calamares, y santas pascuas.
Pero como ya he dicho antes, era domingo, y por suerte estas
librerías, siguen-como buenos libreros-, respetando las fiestas, y los
domingos, cerrando sus puertas y dedicando el día de asueto a hacer, lo que
buenamente les salga del cimbrel. Por ello, la única solución bibliófila, era
ir al Corte Inglés o a la Fnac. Finalmente desistí, estar rodeado de familias
que sueltan a los niños entre las estanterías, o esperar largas colas, para que
un chico borde, o una chica mona-o viceversa-, mirase si tienen o no, tal o
cual ejemplar consultando un ordenador, mientras mis pies se apoyan en una sucia
moqueta, viendo libros, que como mucha
antigüedad tienen 6 meses, me apetecía lo mismo que darme de cabezazos en las
ruinas de la antigua sinagoga de Lavapiés.
Asique, dejé la calle Mayor, subiendo por Postas, esquivando
a los guiris que bajaban sorprendidos por el clima español, que les había
pillado en pantalones cortos y sandalias, quejándose en su idioma, del mal
clima ibérico de febrero. Supuse-mientras cubría mi cabeza con una capucha-,
que también, pensarían que todos iríamos vestidos de torero o de guardia civil,
bigotudo y tricorniado, y que nos pasamos el día bebiendo vino en bota,
mientras nos rascamos los huevos por dentro del pantalón y criticamos hasta la
extenuación al vecino de al lado-bueno,
en algo llevan razón-.
Cuando llegué a la Plaza Mayor, la lluvia había arreciado,
parecía que estábamos en medio de la primavera en vez de en invierno. Los
camareros, que hasta hacía unos minutos recogían y tapaban las terrazas,
volvían a montarlas a contrareloj, no fuera a escaparse la excursión de
Japoneses que subía por el Arco de Cuchilleros. Los pintores de la calle
Toledo, volvían a desplegar todos sus bocetos y caricaturas, las estatuas
humanas-el intento de-el intento en algunos casos-, y los tipos vestidos de
superhéroes, volvían a ocupar sus lugares de trabajo. Y en medio de la plaza,
justo al abrigo de la estatua del Rey Felipe el tercero, de Gianbolognia y
Pietro Tacca, sentado en un viejo taburete de madera, enfrentado a la Casa de la
Panadería, se encontraba un hombre de
unos cincuenta años, barba blanca, nariz grande, como de un vendedor de
antigüedades de Estambul y con un gorro de lana tapándole el cano pelo.
Cuando me acercaba a él, camino del remodelado mercado de
San Miguel-no podía contemplar libros, pero si comida y vinos-, el
acordeonista, un viejo conocido de la plaza madrileña, y de los que por allí
nos movemos, de origen portugués, comenzó a tocar con su sobado acordeón
Yesterday, de los Beatles. El acordeón sonaba puro, su sonido limpio, mostraba
y demostraba que el músico que lo manejaba era un experto, y que sabía por dónde
se andaba. Me paré unos segundos a escucharle, él, reconociéndome, me guiñó un
ojo, y yo le eche unas monedas en la funda del instrumento, que reposaba a sus
pies.
Tras estos segundos de contemplación, proseguí mi camino,
porque comenzaba a pintear de nuevo, y porque, ya abordaban a la estatua del
monarca y al acordeonista portugués, el grupo de japoneses, que habían conseguido
burlar a los camareros de chaquetilla blanca, que intentaban sentarles bajo las
enormes sombrillas de sus establecimientos, y regarles de sangría. Mientras
salía de la plaza por la calle Ciudad Rodrigo, el portugués acabó su tema, y el
grupo de japoneses, rompió a aplaudir con un gran estruendo. Y yo, con una
media sonrisa en mi boca, me fui a tomarme una caña, con una tapa de bacalao.
Por lo de portugués.
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