Los que sean lectores
asiduos de esta página ya sabrán que el abajo firmante dista mucho de ser el
ñoño y repelente niño Vicente, y que no suelo buscar la herida abierta con
historias de lagrima fácil. Todo lo contrario normalmente, soy asiduo de las
historias perdidas, de los héroes que no quiso nadie y de las lecciones morales
que me enseñan personas que no conozco de nada-a veces sí-, y que me encuentro
a lo largo de la vida.
La historia de hoy me viene al pelo, por lo de la Navidad
y tal. No es una historia lacrimógena, pero analgésica. Es una historia de héroes, de esas
personas que se convirtieron en héroes sin querer serlo, ni malditas las ganas
que tenían de ello. Como la mayoría de los héroes.
Háganse a la idea, estamos en plena Primera Guerra
Mundial, concretamente el día 24 de diciembre de 1914. Exactamente hace ahora
cien años del asunto. Las trincheras del Frente Occidental amanecieron heladas,
el frío entumecía todo lo que se movía a lo largo de las zanjas parapetadas de
sacos terrenos, a excepción de las chinches que saltaban de soldado en soldado,
mordiéndoles las pocas carnes que les quedaban después de medio año batiéndose
el cobre entre trincheras embarradas, humedad y pésima comida llena de gusanos.
Esa noche de Nochebuena de 1914, flotaba en el ambiente
una sensación de nostalgia y añoranza por las vidas perdidas y fragmentadas en
esa estúpida guerra, que se extendería a lo largo de los próximos años. El
bando perteneciente al Imperio Alemán comenzó a decorar un árbol próximo a la
ciudad belga de Ypres –allí una cruz lo recuerda-, y a entonar el villancico Stille Nacht. Respondiendo a ello desde
el frente del Ejército Británico con similares canciones.
Pocos minutos después de esto, los silbidos de la balas
se enmudecieron, la artillería se quedó helada, y los soldados soltaron las
armas y saltaron fuera de las trincheras. Entrando poco a poco en tierra de
nadie. Sorprendidos al principio, pero aumentando el nivel de la canción
después. Regalándose saludos y abrazos entre los soldados de ambos bandos,
juguetes rotos en manos de dos Imperios que solo buscaban la destrucción y el
sometimiento del otro, sin importar las muertes de sus hombres. De esos héroes
que lo fueron por la fuerza, y de los que nadie se preocupaba.
Los soldados de ambos bandos comenzaron a intercambiarse
tabaco, whisky e incluso chocolate. Mostrándose fotos arrugadas y húmedas de
sus familiares, mientras ambos bandos contaban chistes sobre los franceses, y
reían a carcajadas. Tras ello, ambos litigantes recogieron los cuerpos sin vida
de sus paisanos y los enterraron en tierra de nadie. Los dos bandos, ofrecieron
sus respetos a los muertos del enemigo, llorándolos como si fueran sus propios
compañeros. Mientras les dedicaban la lectura del Salmo 23, ya saben… “El Señor es mi pastor, nada me falta…”
Incluso cerraron la celebración jugando un pequeño
partido de fútbol, en mitad del campo congelado de Bélgica. Enfrentamiento
pacífico y amistoso que terminó con un 3 a 2 en favor de los alemanes, según
quedó registrado en el diario personal del suboficial germano del 134º
Regimiento Sajón, Kurt Zehmisch.
La conocida como la tregua no oficial del día de Navidad
se extendió por otros frentes de la guerra, durando en unos solo durante esa
noche, y en otros ampliándose hasta
nuevo año. Con el pertinente enfado de los oficiales superiores, que por
supuesto no se encontraban en el frente, que no pasaban frío, que no pasan
hambre y que no compartían el jergón húmedo que les servía a éstos de camastro,
con las miles de chinches, más hambrientas que los propios soldados a los que
mordían. Esos, que habían declarado la guerra para defender sus intereses y el
de sus reyes y gobernantes, enviando a la muerte segura a miles de inocentes,
que se convirtieron en héroes a su pesar. Pero que a lo largo de ésta y de las
siguientes guerras, nos dejaron historias como la narrada, historias que nos
hacen creer un poco más en la humanidad de los humanos. Historias analgésicas.