Lo habíamos dejado al
atardecer la noche del día 4 de febrero de 1809, cuando los chicos de Bonaparte
se habían hecho fuertes en el interior de la villa amurallada de Vigo,
obligando a que las tropas militares españolas y una parte de las milicias
salieran huyendo. Pero la alegría iba a durarles poco a las Águilas
napoleónicas.
Inmediatamente
los que se quedaron dentro de las murallas, ya fuera por no conseguir escapar a
tiempo, o por resignación ante lo que iba a ser el futuro próximo del país, se
pusieron manos a la obra. Comenzaron a dificultar la vida de los franceses
desde dentro, así, como que no quiere la cosa. El primero de todos, el recién
elegido alcalde de la villa, que sorpresivamente no se colocó a la cabeza para
largarse de la ciudad, sino que se plantó y decidió quedarse con sus
conciudadanos. Vázquez Varela fue el primero en dejar claro al invasor que
verdes las iban a segar. Pues desde el minuto uno, negó por sistema el agua y
el alimento al coronel Chalot. Esgrimiendo como pretexto mantener el orden en
la ciudad, y evitar que el hambre se acomodara entre sus conciudadanos,
produciendo algaradas y enfrentamientos. Aunque en el fondo, todos sabían que
no lo hacía porque no le salía de la punta de la bisectriz.
Cada vez más, Varela sacaba el gallego que
llevaba dentro, contestando con otra interrogación cada vez que el oficial francés
le preguntaba porque no se avenía a razones. Lo que además de hacer ganar
tiempo al alcalde vigués, sacaba de sus casillas al general de la patria de la liberté, la egalité, la fraternité. Que
entre medias de los interrogatorios diarios, se ciscaba en los muertos de
Varela, en su perra mala suerte, y en la idea de bombero torero del sire Napoleón. Que manía de meterse en
guerra con un país como España, en donde la población no se pone de acuerdo ni
en la forma de pedir el café...un cortado
con leche fría, largo de café y con sacarina, sólo largo de agua, con leche
templada, corto de café con leche de soja, una menta poleo para mi… pero
que cuando llega el momento de rajar franceses, y colgarlos a la puerta de los
pueblos, todos se vuelven camaradas y triunfa el compadreo patrio. Eso sí que
se había convertido en café para todos -pensaba
el bueno de Chalot-, café con mala leche, sobre todo para los suyos. Hasta los
curas llevaban navajas escondidas bajo las sotanas raídas y sucias, con la que
apuñalaban soldados de la tricolor, mientras les escupían en la cara
llamándolos perros de satán.
Por otro lado tanto Chalot como Girandon veían con
preocupación el estado de sus tropas, pues a pesar de haberse hecho con la
plaza prácticamente sin violencia, muchos de sus chicos estaban heridos o
enfermos. Por suerte los franciscanos de Santa Marta los habían acogido en su
monasterio e iglesia, y los estaban cuidando en condiciones. Más o menos. De
ello se convencían uno al otro, pero sin creerse sus propias palabras, mientras
discutían ciertos pormenores bebiendo vino blanco de la tierra en una de las
tabernas de la praza da Pedra.
No andaban desencaminados los dos oficiales franceses, pues
los frailes que cuidaban de sus chicos, hacían algo más. Mientras éstos se
recuperaban, los hombres de Dios, iban expurgando y diezmando la munición, la
pólvora y algún que otra pequeña arma que portaban los jóvenes soldados cuando
entraron a suelo sagrado. Incluso un fraile, Fray Andrés de Villageliú,
aprovechaba el poco control de los franceses, para entrar y salir de la villa
disfrazado de labriego, montado sobre un borrico, y transportando cartucheras y
munición escondidas entre su cargamento de berzas y grelos. Otros hermanos, llamaban
a acabar con los bastardos e infieles gabachos, que con su ilustración, su
enciclopedia y sus patrañas, iban contra la religión y a favor del libertinaje.
Por su lado los herreros trabajaban sin descanso y a escondidas, reparando
arcaico fusiles de chispa, afilando guadañas, hoces, y engrasando las navajas
de dos palmos de hoja que tanto temían los invasores. Los marineros trasportaban
en sus botes, durante las noches sin apenas luna, pólvora, munición y armas,
que los vecinos del interior de la villa hacían pasar por encima de las
murallas, armando a los vecinos que esperaban fuera.
El día 17 de marzo de 1809, comenzarán a llegar a las
cercanías de Vigo numerosos paisanos de pueblos y aldeas cercanas, con la
intención de ayudar a los vigueses que ya planteaban la reconquista de la
ciudad. El día 19 de ese mes, los franceses sin enterarse nada, sacan sus cabalgaduras a pastar a una zona verde
junto a la muralla, pues el alcalde sigue negándoles hasta el forraje de los
caballos. Mientras los animales pastaban, unos cuantos tipos de mala catadura y
pero jaez, pertrechados con alpargatas, camisas claras abiertas hasta el pecho,
grandes patillas que les llegaban hasta la comisura de los labios, se les acercan
desde unos arbustos cercanos, dejando a
la vista el oscuro pelo del pecho y una amplia faja, en la que asoman ciertas
herramientas, que hacen que a los franceses se les salgan los ojos de las
cuencas al verlas brillar en la lejanía. Cuando quisieron darse cuenta, los
mozos vigueses blandían las navajas, las hoces y los trabucos, con los que
dejaron listos de papeles a muchos de ellos, y heridos al resto.
La
situación era insostenible y podía notarse en el ambiente. Más si cabe, cuando
en esas fechas se apostaron en la Ría las fragatas inglesas Lively y Venus, que venían para servir de apoyo al ejército español
encabezado por Pablo Morillo y Morillo, y con un futuro héroe local entre su
filas. Peligrosos de por sí, venían crecidos, pues acababan de ponerle los
puntos sobre las íes a Dupont y a sus chicos en la batalla de Bailén. Sonaban
bastos en Vigo. [Continuará]
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