Lo
dejamos en que el ejército español se acercaba peligroso a las murallas de la
ciudad de Vigo, mientras que las fragatas inglesas, Lively y Venus se
apostaban silenciosas y desafiantes en las aguas heladas de la Ría de Vigo.
Al
atardecer el día 27 de marzo de 1809, todas las campanas de las iglesias que
rodean Vigo comenzaron a sonar a rebato. La batalla se anunciaba. Las fragatas
inglesas que hasta ese momento solo habían realizado un bloqueo naval a los
franceses, comenzaron a sacudir zambombazos desde sus naves hacía las piezas de
artillería del castillo de O Castro y San Sebastián, y la batería de A Laxe. Haciendo
iluminarse de color rojizo la zona de O Berbés después de cada relámpago de
pólvora. Mientras las Milicias Honradas que se habían quedado en el interior de
la ciudad, se apostaban y parapetaban en sus posiciones estratégicas dando la
del pulpo con cachelos a los franceses, que ahora comenzaban a darse cuenta con
quien estaban jugándose los cuartos. Desconcertados, comenzaron a disparar a la
multitud.
Unas seis mil personas, asentadas en los múltiples
campamentos que se levantaban por toda la comarca, comenzaron avanzar mal
pertrechados de armas hacía la muralla. A ellos se sumaron las tropas de los
guerrilleros, y militares a las órdenes de Pablo Morillo. Allí les esperaba la
guarnición de La Grande Armeé, que ya
empezaban a apretar los dientes y a rezar a sus santos civiles. En ese momento
se junta durante unos minutos la historia y la leyenda, pues se cuenta que un
marinero local, al que denominan Carolo, intentó derribar la puerta de Gamboa
con un hacha, lo que le costó la vida. Siendo sustituido en el puesto por
Bernardo González del Valle-este real al cien por cien-, conocido como
Cachamuiña, capitán de infantería del ejército español, a las órdenes del
teniente de infantería Pablo Morillo. Que también recibió cuatro tiros en la
pierna, y al que a punto estuvieron de picarle el último billete, pero que se
sobrepuso y consiguió tirar la puerta abajo. Dejando el paso franco a sus
paisanos.
La noche, pueden imaginársela; bayonetazos de los franceses clavándose en los cuerpos
fornidos de los gallegos, éstos pasando a cuchillo todo lo que se movía y olía
a gabacho. Explosiones de pólvora, acompañados de huesos rotos y desgarrados
tras el impacto de las balas. Las baterías francesas intentando defenderse como
buenamente podían, y las fragatas inglesas zurrándoles la badana a los
artilleros de los castillos y la batería. Asaltos a la guarnición con la navaja
de dos palmos, afilada y brillante, en
cuya hoja se podía leer: Recuerdo de las Rías Baixas entrando y saliendo de los
estómagos franceses. Gritos de ¡Vaespaña…!
¡Muerte al invasor…! ¡Valrey…! y ¡Santiago
y cierra España! Y los gabachos acojonados ante tanta mala hostia junta. Pensando
y con razón, que de esa no sale vivo ni el maestro armero, y que se les acabó
eso de los cruasans y los paseos por
Tulleiries en busca de cortejar madmuasels.
Reflexionando entre zurriagazo y zurriagazo, que casi mejor que los abrieran en canal esos
tipos con espuma en la boca, e ira y odio en la mirada, y los colgaran en las
puertas de las tabernas para escarnio del personal, que quedar herido y encima
tener que contarle la hazaña a Napoleón. Que con su tacto y su buen talante
para las derrotas, seguro que los mandaba a capar hurones a la estepa rusa.
A
este sindiós protagonizado por las hordas de chisperos y manolos, se unía la
fuerza y el descontrol de los milicianos locales, y la sangre fría y la
capacidad militar de los guerrilleros y los militares. Gritos de Voto a Dios, y
tal.... Al amanecer la ciudad mostraba varias columnas de humo gris, y algunos
focos de fuego vivo desde la lejanía. En sus calles los rastros de sangre, los
cuerpos reventados de los disparos a bocajarro, cosidos a bayonetazos, y
abiertos en canal tras el buen hacer de los chisperos y cimarrones, daban
cuenta de lo agarrado que había sido el baile esa noche. El olor a pólvora
quemada lo intoxicaba todo. Al salir el sol la mañana del 28 de marzo de 1809, éste
se ocultaba tras la nube de muerte y destrucción, que buscaba huir del lugar
del crimen, perdiéndose sobre la Ría, y en el océano.
A las diez de la mañana, los oficiales franceses, Chalot
y Limousin abandonaban la ciudad por la puerta de A Laxe. Junto a ellos sus cuarenta y seis jefes y oficiales, y los
mil trescientos noventa y cinco soldados. Dejando atrás a los muertos y a los
heridos, que se recuperaban en el monasterio de Santa Marta. A los sanos, les
esperaban las fragatas inglesas Lively
y Venus para apresarlos. Al borde de las
naves inglesas eran despedidos por Pablo Morillo.
Vigo acababa de convertirse en la primera ciudad, que reconquistaba
una ciudad a Napoleón Bonaparte en todas sus campañas militares. Pueden
imaginarse el cabreo del petit cabrón
cuando se enteró del asunto. Juró que volvería a reconquistar la ciudad fuera
como fuera, y a someter a esos brutos campesinos y marineros, que se habían
atrevido a desafiar al más poderoso ejército europeo. En el próximo capítulo
veremos que no fue así, pues desde Vigo se montó la cabeza de puente, para
extender la guerra y liberar toda Galicia. Lo cierto es que Bonaparte como
estratega y militar era un artista, pero como profeta fallaba más que un
periodista deportivo, anunciando fichajes en verano.
Por cierto, un siglo después, cuando se cumplió el
centenario de la Reconquista de la ciudad de Vigo, se inauguró un monumento en
honor a los héroes de la Reconquista, realizado por el escultor Julio González
Pola. Es curioso, pues por descuido o por error intencionado, el tipo que
destaca sobre el pedestal de la escultura, no es como muchos piensan el capitán
Bernardo González del Valle “Cachamuiña”. El héroe que tumbo la puerta de
Gamboa permitiendo la reconquista. Sino que el que quedó representado en la
parte más alta del monumento para la posteridad, fue el por entonces teniente
de infantería Pablo Morillo y Morillo. Militar que si bien participó en la
batalla, no llevó a cabo una función crucial, o heroica como si realizaría en
la batalla de Puentesanpayo o en Vitoria.
Para más escarnio, no es que solo se confunda al héroe local
Cachamuiñas con otro militar, y se honre cada año a éste. Sino que Pablo Morillo,
durante el Trienio Liberal, fue enviado a Lugo por el nuevo gobierno a luchar
contra el avance de las guerrillas absolutistas. Traicionándoles poco después,
cuando se enteró de la inminente llegada a suelo español de las tropas
francesas conocidas como los Cien Mil Hijos de San Luís, que venían en ayuda
del cobarde rey Fernando el séptimo. Morillo se pasó a las filas galas,
atacando y derrotando a la Milicia Nacional de Vigo, destituyendo a las
autoridades de la ciudad nombradas por el gobierno liberal, y entregándola
después al poder absolutista fernandino. Poder que desde ese momento, sería más
férreo y cerrado de lo que nunca había sido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario