Suelo
ponerme de muy mala leche cuando algún integrista de barra de bar-esos feroces
lobos ladradores, que a la hora de defender sus intereses en la calle son
tiernos corderitos de mimosin-, salta desde el púlpito de la estupidez que
otorga esa costumbre tan española como es cantar por las mañanas, con que esto
o aquello hay que respetarlo y defenderlo porque es cultura y tradición. Lo
dice gritando como si la verdad absoluta viniera dentro de un megáfono, y después
de sentar cátedra entre los parroquianos, se rasca el culo y sigue esparramando
el aceite del pincho de tortilla sobre el Marca.
Se empeñan estos lansquenetes del hablar vacuo y del
grito por bandera, en igualar la tradición y la cultura, como si ambas fueran
sinónimas o pertenecientes a la misma acepción del término. Sería muy sencillo
llevar un diccionario encima y mostrar las dos definiciones, para que vieran
hasta qué punto llega su equivocación. Pero como comprenderán no salgo de casa
con el María Moliner en el bolsillo, más que nada por el peso. Además, un tipo
que cree que lo sabe todo, y lo que no se lo pregunta a su cuñado -que lee el
interviú todas las semanas-, poco o nada le importa lo que ponga o diga un
mamotreto en papel, por mucho que lo haya editado la Real Academia de la Lengua
Española o el Sursum corda.
Antes solía interpelarles, aclarando que tradición y
cultura no es lo mismo, como no lo es lo mismo un cordero que un besugo. Y
ellos me miraban extrañados, como si de pronto hubiera comenzado a hablar la
máquina de tabaco. Que la tradición no es más que los ritos que se trasmiten de
generación en generación por costumbre, y que la cultura es un conjunto de
conocimientos, los cuales nos permiten desarrollar un juicio crítico y pensar
por nosotros mismos. Que la tradición puede ser buena o mala, pero que la
cultura siempre es buena. Que los pueblos caníbales de la selva africana se
comían al expedicionario blanco por tradición, pero que el ser humano llegó a
la Ilustración y a la Enciclopedia por la acumulación de cultura. Pero nada, como si les cantara por peteneras.
Con
el paso del tiempo, cuando se dan estos casos suelo mirar el percal y seguir a
lo mío, dándole al café o la caña de cerveza, evocando con media sonrisa mientras
la saliva me gotea por el colmillo, aquella historia de un gobernador británico
que acaba de llegar a la India cuando aún ésta era colonia de la Pérfida
Albión. El tipo se quedó escandalizado, y con razón, cuando vio que los nativos quemaban vivas
a las mujeres de los fallecidos en la misma pira que los cremaban a ellos,
porque la tradición de la zona así lo requería. Y él tan serio, tan elegante,
tan inglés, ordenó colocar al lado de las piras funerarias hindús un cadalso de
madera, para ahorcar en él a todo aquel que se atreviera a volver a quemar viva
a una mujer. Así los dos pueblos conservarían sus tradiciones, dijo mientras le
guiñaba un ojo desafiante al tradicionalista del turbante.
Hace poco recordé al devorador de pinchos de tortilla a
tiempo parcial, y gurú con megáfono de barra de bar a tiempo completo, cuando
leía la historia de Hirut Assefa. Hirut era una niña etíope que un día al salir
del colegio, cuando solo tenía catorce años, fue secuestrada y posteriormente
violada por un hombre adulto de su comunidad. Esto que a todas luces es una
barbaridad terrible, un ataque cruel y sinrazón llevado a cabo por un bastardo,
fue considerado normal por los jueces cuando el secuestrador y violador dijo que
lo había hecho para casarse con ella. Esta actuación es una costumbre, una
tradición en la región del país etíope donde ocurrió, lo denominan telefa, y es una actuación tan normal
contra las niñas de corta edad que todos lo celebran, todos menos la niña por
supuesto. La bárbara y vomitiva tradición salió a la luz y se hizo mundialmente
conocida, porque Hirut Assefa asesinó a uno de sus secuestradores, familiar de
su violador y futuro marido.
La defensa de la niña sobre los hombres que
románticamente la había llevado por la fuerza a una cabaña, donde otros tipos, amigos
del secuestrador la sujetaban, y le tapaban la boca para que un perfecto hijo
de la grandísima puta la violara hasta dejarla inconsciente, amparándose en la
tradición, fue considerado intolerante
por los jueces. La niña fue condenada a muerte por matar a uno de los
asaltantes mientras se defendía. Se la acusó de asesinato, pues la tradición
del país no aceptaba la defensa propia cuando se trataba de una mujer.
Por suerte, el escandalo mundial de la noticia hizo que la
abogada Meaza Ashenafi se ocupara del caso, y consiguiera no solo salvar la
vida de la niña, sino montar una asociación que aún hoy presta servicio social
a las mujeres que sufren la telefa. Pues
a pesar de que el secuestro con violación está castigado desde 2004 con un
mínimo de quince años de cárcel, las zonas rurales de Etiopia –donde apenas hay
comisarias, y las que hay pasan del tema-, prefieren seguir haciendo caso a la
tradición y no a las leyes.
Por
ello, por Hirut Assefa, y por todos las personas inocentes que han sufrido en
su vida por culpa de descerebrados que se agarran para su sadismo en la tradición,
me van a permitir que hoy acabe este artículo ciscándome en los que no saben
diferenciar entre los términos tradición y cultura.
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