Los
sábados que sale el sol en Buenos Aires me gusta darme un paseo por La
Recoleta, suelo ir desde mi casa hasta allí caminando, es agradable ver cómo
van cambiando los barrios, los negocios y la fisonomía de la ciudad según
avanzo por los diferentes barrios y avenidas.
Al llegar al centro neurálgico del
barrio; plaza Francia, me muevo entre los tenderetes de su feria artesanal de
fin de semana, asomándome después al centro cultural, esperando encontrar una
nueva exposición en su interior. Otros días decido pasearme por el cementerio,
donde los turistas cámara en mano buscan las tumbas de las celebridades de la
historia argentina, teniendo la pequeña sepultura de Evita Duarte de Perón como
punto preferido para sus retratos mañaneros. Después de esto, casi siempre busco
el paseo peatonal ocupado por las terrazas de restaurantes y cafés que se
diseminan al otro lado del parque, detrás del antiguo y enorme gomero. Me siento
en el exterior de uno de ellos, y mientras me tomo una cerveza a la sombra de
los arboles rodeados por mesas y sillas leo algo, o simplemente observo.
Ese sábado elegí la solana del café
Victoria, un lugar clásico de la zona-lleva ahí desde 1865-, y es menos
bullicioso y turístico que el cercano de La Biela. Tras pedir mi consumición a
un solicito camarero abrí el libro que llevaba en el bolsillo de mi chaqueta;
una interesante obra escrita por Désiré Lacroix, ex agregado a la comisión de
la correspondencia de Napoleón Bonaparte, y que narra la historia del Corso
desde su punto de vista. No había pasado de la primera página cuando un
exabrupto me hizo levantar la cabeza del texto. Un tipo de unos cincuenta años,
con dimensiones paquidérmicas, sudoroso bajo un traje de buen paño cortado a
medida, pedía de malos modos- y con un tono demasiado elevado para el lugar-,
una cerveza fría al mismo camarero impecable que acaba de servirme mi
consumición. El tipo parecía irritado, no sé si por la espera-mínima-, o por la
existencia del resto de la humanidad. Cerré el libro y lo apoyé sobre la mesa, sin
duda ese era un día de los de observar.
No me equivocaba, durante
aproximadamente diez minutos el tipo no dejó de incordiar al pobre camarero,
haciéndolo ir y venir sin descanso. Tampoco parecían gustarle sus vecinos de
mesa, pues no dejaba de lanzarles miradas asesinas por encima del periódico
mientras rezongaba por lo bajo. En esas estábamos cuando hizo entrada en la
terraza una niña de unos diez años-tal vez menos-, una muchacha que portaba en
la mano izquierda una bolsa de plástico negro de las que dan en los
supermercados para portar la compra, mientras que con la derecha iba repartiendo
algo por las mesas. Es triste, pero en Buenos Aires es muy normal ver a niños
mendigando en el metro, vendiendo productos por los cafés, o haciendo malabares
a cambio de una limosna en los semáforos.
La chica depositó el paquetito en la
mesa del tipo grosero de traje caro, y cuando iba a continuar con su labor
parece que el individuo se percató de su presencia, apartando de forma brusca
el periódico agarró del brazo a la niña, tirando fuertemente de su ligero
cuerpo hacía él, mientras de forma furibunda y voz en grito instaba a la niña
a llevarse eso de su mesa y dejar de molestar, sus manos de dedos rollizos se
clavaban en el enclenque brazo moreno de la muchacha. Ella lo miraba
desencajada, asustada y temerosa, como esperando una agresión más fuerte por
parte de aquel ogro vestido de marca. Temblorosa recogió el paquetito que
segundos antes había acomodado en la mesa, cuando se separó del lugar las
lágrimas casi desbordaban sus ojos oscuros. Al acercarse a mi mesa –y tras preocuparme
por cómo se encontraba-, vi que lo que ofrecía era una pequeña bolsa con un
paquete de pañuelos desechables y un bote de alcohol en gel, de esos que se
hicieron tan comunes y famosos después de la gripe A-y que seguramente harían
ricos a varios cuñados de algún político-.
Después del
mal trago vivido por la pequeña, me interesé por su producto de una forma que posiblemente
no hubiera hecho en otra ocasión. Vendía la mercancía por diez pesos-poco más de
noventa céntimos de euro-, le di un billete de veinte y antes de marcharse me
sonrió dándome las gracias. La joven siguió con su ceremonial con el resto de
las mesas, y tras terminar rodeó la terraza para no tener que volver a pasar
junto al energúmeno que la había maltratado justo antes.
Tras casi una hora allí sentado
pagué mi cuenta, guardé el paquete con los pañuelos y el gel en el bolsillo de
mi gabardina y me dirigí hacía a la salida. Pero antes rodeé un poco las mesas
para pasar junto a la del tipo en cuestión, al cual después de un nuevo
exabrupto el camarero había cambiado su vaso vacío por otro nuevo, rebosante de
cerveza. Según me acercaba a su mesa comencé a sentirme cansado, un poco torpe
quizá, una sensación que se fue acrecentando según disminuían los metros
que me separaban del hombre arrogante y mal encarado. La torpeza me desbordó justo
al pasar ante él, y casi tropezándome-o intentándolo-, le pegué una patada con todas mis ganas a una
de las patas de su mesa, lo que hizo que inmediatamente el vaso rebosante de
cerveza se volcara, vertiendo todo el líquido sobre los pantalones y la
chaqueta-un completo vamos-, de marca que vestían al iracundo sudoroso. Me puse
serio-todo lo que pude-, y tras disculparme
con un seco; lo lamento mucho caballero, me dirigí hacia la salida bajo
la atenta mirada del camarero. Al girar la esquina vi mi rostro reflejado sobre
la última vidriera del café, en él se dibujaba una media sonrisa ladeada,
peligrosa-dirían los que no me conocen-. Casi podía ver la saliva goteándome
por el colmillo; chop, chop…
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