Leí hace unos días un artículo en la sección de cultura
de un periódico de tirada nacional ─sí, aún existe esa sección en la prensa,
aunque bastante camuflada─ un titular
que me hizo esbozar una sonrisa ladeada, irónica, un tanto peligrosa ─supongo─,
pues la pareja que estaba sentada en la mesa continua a la mía pagó su cuenta,
e ipso facto salió a la calle como
alma que lleva el diablo al ver mi mueca.
El artículo
hablaba de la última iniciativa del Rijksmuseum de Amsterdam, el museo que acoge
la mayor colección de pintura del Siglo
de oro holandés, y uno de los más importantes ─y visitados─ de Europa. Su
titular: La corrección política entra en
el museo. Lo cierto, es que cuando vi en la misma frase las palabras museo
y política eche a temblar, y un escalofrío recorrió mi espalda. Siempre me ha
llamado la atención el interés que tiene la sociedad actual en que la corrección
política se expanda por todos sus ámbitos; la universidad, las reales
academias, los museos, la tasca de la esquina… Pero sin embargo, nadie se
plantea en obligar con la ley y el Código penal en la mano que los políticos
sean correctos. O al menos que sean legales y decentes ─tampoco le quiero pedir
peras al olmo─ y dejen de saltarse todas las leyes para su propio interés y el
de sus amiguetes y cuñados.
El caso,
que me voy por las ramas, es que el museo quiere eliminar vocablos de más de
trescientas obras de arte ─entre dibujos, grabados y lienzos─, que consideran
despectivos. Tales como negro, indio, cafre, enano, esquimal o moro. Y que en
un futuro inmediato serán renombrados con apelativos más precisos que, según
los miembros del museo, serán más representativos de su etnia o población, y no
se expresarán en su forma genérica como hasta ahora. Todo esto siempre según
Martine Gosselink, responsable del departamento de historia del Rijksmuseum y
con el apoyo de Win Pijbes, director del mismo, el que por cierto ─supongo que
no tendrá nada que ver─ acaba de anunciar que deja el Rijksmuseum para pasar a
dirigir una opulenta, y aún en construcción, sala de arte privada situada en el
Wassenaar, el barrio más exclusivo de La Haya.
Se basan
en la afirmación de que en esos cuadros hay expresiones que ya no se usan ─supongo
que se refiere al apelativo negro o moro, que como bien sabe usted querido
lector nadie pronuncia desde hace años─, y en que en el uso del vocabulario diario deberíamos
evitar utilizar ciertas palabras hirientes ─aquí supongo que se refiere a lo de
esquimal─. Prometiendo además, que se hará un estudio pormenorizado antes del
cambio de apelativo, para identificar la rama concreta del poblado o del grupo étnico
al que pertenecen. Imagínense, por ejemplo, el nuevo título del cuadro Esquimales en el río Clijde (1822), que
podría pasar a ser: Supuestos inuits, o yupiks,
quien sabe si tal vez naucanos o aluutiqs en el río Clijde (1822). Y así
con el resto de las trescientas obras.
Posiblemente la explicación a
estos cambios de apelativos sea mucho más sencilla de entender, sobre todo si
nos fijamos en que la intención del museo es sólo cambiar las obras que hacen
referencia, o derivan de la época colonial holandesa. Es decir, el cambio se
lleva a cabo por limpieza histórica, para abrillantar las conciencias de los
actuales moradores y dirigentes del país, que ven en la vieja actuación de sus
antepasados una forma esclavista y poco humanitaria.
Es así como de nuevo vuelve a
la palestra lo políticamente correcto, que no lo fonética o históricamente correcto,
pues eso sería reconocer que los cambios se hacen en aras de limpiar la imagen
de los antiguos colonialistas holandeses, e intentar subsanar todas sus actuaciones
esclavistas y absolutistas en el continente africano. Sin embargo, se amparan
en la estúpida explicación de que los títulos no fueron puestos por los autores
de las obras, sino por historiadores o conservadores posteriores. Supongo entonces,
que la conservadora y el director de la pinacoteca holandesa, estarán de
acuerdo en eliminar el termino Barroco de la historia del arte, pues el
apelativo apareció por primera vez un siglo después del movimiento artístico, y
también de la mano de conservadores o críticos ilustrados, que veían ese arte
como algo extravagante y desprestigiado. De ahí su nombre, que es tomado de la
palabra portuguesa barocco, término
que hacía referencia a una perla
irregular con deformaciones. Elegido para ello, por supuesto, por su tono
despectivo.
No pude
evitar recordar una frase de una catedrática en lingüística ─antigua profesora
y actual amiga─ que siempre, cuando alguien daba rodeos para no pronunciar tal
o cual palabra, soltaba una lapidaria frase: la palabra perro no muerde señores míos. No sean pazguatos y hablen con
propiedad, que el diccionario de la lengua recoge esos términos, no porque los académicos
se empeñen en conservarlos a capa y espada, sino porque la gente los sigue
utilizando en el día a día.
Al final del artículo, hablaba
también Guido Gryseels, belga y director de la Sala del Real Museo para África
Central, que tiene el discutido honor de ser la única institución colonial de esa
clase en el mundo. Él también se muestra a favor de los cambios, y cree además
que debería extenderse dicha práctica a todos los museos europeos. Lo dice
justo después de declarar: que los
descendientes de los esclavos representados en esas pinturas se niegan a que se
produzcan dichos cambios, pues cuando sus antepasados fueron esclavizados y
llevados por la fuerza a América nadie se preocupó de saber a qué étnica pertenecían.
Y supongo que después se quedaría tan ancho y se iría a tomar una cerveza.
Desde luego no sé de qué me asombro, la idiotez
es congénita y contagiosa, y cuando la política entra en algo que tenga que ver
con la cultura o la educación, la cultura y la educación salen por la ventana y
se esconde lo más lejos posible. Por si acaso, evitando las posibles
represalias.