Pontevedrés, el séptimo hijo de catorce hermanos, analfabeto pero espabilado, cruel, sanguinario y arrogante. Fue un pirata en toda regla, sin romanticismos ni medias tintas. Su nombre, Benito Soto Aboal, el único pirata español que llegó a hacerse famoso en los mares bajo la bandera negra. Además es considerado como el último pirata a gran escala de la historia. Un buen pájaro, hablando en plata.
Ya
de jovencito se dedicaba al contrabando en su tierra, pero con dieciocho años
la costa gallega se le quedó pequeña y partió con destino a Cuba. Llegó
finalmente al Caribe en 1823, con 23 años se embarcó en un navío corsario de
bandera brasileña que trabajaba como barco negrero-un bergantín de diecisiete
cañones y bautizado como El defensor de
Pedro-. A pesar de navegar en los primeros tiempos bajo una patente de
corso-ya saben, un papel firmado por el rey de turno, que permite saquear a
todo barco con bandera de un país enemigo a cambio de un tanto por ciento para el
rey firmante-, se dedicaba a rascarle las asaduras a los barcos de la República
de Buenos Aires, mientras llevaba esclavos negros desde África a Brasil.
Pronto,
las ganas de poder florecieron entre el gallego y sus seguidores de a bordo, fue
entonces cuando el capitán del bergantín y sus hombres decidieron quedarse en
puerto, temiendo un motín próximo a bordo encabezado por Soto Aboal. Así era,
pues el motín estaba preparado, aunque finalmente no fue necesario llevarlo a
cabo. Rápidamente el pirata español se hizo con la capitanía del bergantín El defensor de Pedro, que de inmediato
fue rebautizado como La Burla Negra.
No contento con esto, Benito Soto Aboal ordenó primero encarcelar y luego
asesinar a su segundo de a bordo, compañero en el motín y a la vez enemigo. Fue
así como comenzó a fraguarse la historia primero y más tarde la leyenda del
último pirata.
Tras
hacerse con el dominio completo del bergantín y de la tripulación, el aún
corsario Soto decidió apartar de sí la patente de corso del gobierno brasileño
y comenzar su labor de asalto como un pirata más. Su primera víctima tenía
bandera inglesa, fue una fragata mercante llamada Morning-star, seguida por una fragata norteamericana de nombre Topacio donde se hizo con un buen botín.
Saqueó, acuchilló a todos sus tripulantes, y hundió la fragata al abandonarlo.
Demostró a todos sus seguidores su sadismo por vocación y dejó claro que no
aceptaba ninguna traición, para ello mandó asesinar a algunos de sus
tripulantes que no comulgaban con sus sangrientos abordajes. Siguió con su
campaña de saqueo con otro bergantín inglés, El Britckbarca, entre Las Azores y Cabo Verde, y cerca de las
Canarias pasó a cuchillo a toda la tripulación de la fragata -también inglesa- del
Sumbury. Hizo lo mismo con todas las
embarcaciones que se fueron cruzando en su camino hasta llegar a la costa de A
Coruña, donde falsificó la documentación del bergantín y vendió a buen precio
todo el botín conseguido en sus sangrientos abordajes.
Pero
claro, toda historia tiene su aquel, y esta lo encontró en la costa gaditana.
Pues el pirata Soto Aboal y su Burla
Negra se dirigían a la costa de Berbería a vivir de las rentas y del temor
infundido por su fama cuando, como si de un grumete se tratase, cometió un
error de bulto, tanto que parecía nuevo en un barco. Al bordear la costa
gaditana confundió el faro de la Isla de León con el de Tarifa, y acabó
encallando a tiro de piedra de donde ya había abierto sus puertas el
Ventorrillo del Chato. Allí, las autoridades de Marina hicieron la vista gorda
en un primer momento, hasta que un marinero inglés que había sufrido en uno de
sus violentos abordajes lo reconoció paseando por la ciudad de Cádiz, siendo
finalmente detenido junto a alguno de sus hombres. Todos ellos fueron
encarcelados salvo el capitán Soto Aboal que consiguió escapar de Cádiz y refugiarse
en Gibraltar, donde sería detenido poco después.
La
suerte que hasta entonces había sonreído al pontevedrés se le acabó en la
colonia inglesa. Conociendo el historial del español, y su obsesión por atacar
barcos ingleses, sus captores se frotaron las manos pensando en el futuro que
le esperaba al español. Pasó diecinueve meses encarcelado en el Peñón, mientras
sus antiguos compañeros eran ejecutados exponiéndose sus cabezas en Cádiz. Intentando
así Fernando VII, hacer valer su entredicho poder ante los liberales de Cádiz,
que habían cometido el error de crear la primera constitución española,
mientras él regalaba el trono y el país a los hermanos Bonaparte.
La
ejecución por ahorcamiento de Benito Soto Aboal no fue menos curiosa que su
vida. Fue el 25 de enero de 1830, la lluvia que caía sobre Gibraltar empapaba
al reo, al cura, al verdugo y a la gente que esperaba el ajusticiamiento junto
al cadalso. El gallego vestido de blanco absoluto recorrió a pie la distancia
desde la cárcel, situada en El Castillo del Moro, hasta su lugar de ejecución.
Como buen gallego, rudo y sin aspavientos acogió su culpa y se acercó a la soga
que el verdugo había colocado demasiado alta. Soto Aboal, ni corto ni perezoso,
acercó el ataúd, su propio ataúd que ya lo esperaba, y subiéndose en él
introdujo su cabeza en la horca, saltando después rápidamente para que la
muerte llegara cuanto antes. Pero de nuevo el verdugo calculó mal, y el reo
llegó con sus pies al suelo, teniendo que hacer el ejecutor un agujero en el
suelo con una pala, entre las risas generalizas del personal que esperaba la
muerte del preso. Las últimas palabras de Benito Soto Aboal, no fueron de reproche,
ni de perdón, simplemente dijo “Adiós a
todos, el espectáculo ha terminado”. Tal vez por aquel entonces, el poeta
José de Espronceda, admirador y contemporáneo de Soto Aboal, ya hubiese
comenzado a escribir su conocida obra La
canción del Pirata, que le dedicó.
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