Corría
el año 1769 cuando Juan Tamayo Palomino, abogado de los Reales Consejos y
diputado común de la ciudad de Jerez de la Frontera en la corte, fue enviado
por el Consejo de Castilla para investigar la sucesión de delitos que se
estaban llevando a cabo alrededor de las instituciones eclesiásticas de Jerez
de la Frontera. Lo que el abogado se encontró nada más llegar a la ciudad gaditana
fue lo más parecido al inicio clásico de una novela de género negro: Fray
Manuel de Isasi, fraile del convento de la Merced, apareció ahogado en un
aljibe del patio central del monasterio.
La
cosa parecía fácil de resolver a simple vista, pues en el convento de clausura
no podía haber entrado nadie del exterior, por lo que el asesino tenía que
haber sido un hermano de los allí presentes. Pero el asunto comenzó a torcerse
para el investigador del Consejo de Castilla cuando llevó a cabo los primeros
interrogatorios a los miembros de la orden: muchos antes de contestar a sus
preguntas sobre los porqués de aquel asesinato prefirieron abandonar la
clausura. Es entonces cuando desde el Consejo de Castilla oliéndose el percal,
obligan a su enviado a llevar a cabo averiguaciones exhaustivas sobre el
asunto, prohibiéndole volver a la corte sino era con una explicación y un
culpable. Verdes las iban a segar.
Palomino
recorrió uno por uno todos los monasterios sitos en Jerez y sus pedanías, uno
tras otro y sin apenas ayuda, y lo que se fue encontrando no daba para redactar
un informe nada halagüeño para la iglesia ni para el consejo castellano: una
gran multitud de maleantes, bandidos y forajidos que tomaban los hábitos
después de llevar a cabo sus fechorías para así librarse del yugo de la
justicia. Pero sobre todo uno: Fray Diego Martel, al que en la zona se le
conocía popularmente como el fraile bandolero. Según parece el bueno de Fray
Diego un buen día se cansó de los hábitos ─quién sabe si los tomó por obligación
viendo cerca el cadalso por sus excesos─, y se saltó la clausura para hacer de
su capa un sayo ─nunca mejor dicho─ y se tiró a la sierra en busca de una vida
licenciosa nada propia de un hombre de Dios. Las primeras noticas sobre el
monje bandolero las tuvo Palomino cuando investigaba el asesinato del fraile
mercenario de Jerez, las primeras deserciones que le sorprendieron, comenzaron
a parecerle menos extrañas cuando un confidente le narró las andanzas de
Martel. El fraile trinitario controlaba desde hace años la zona y sus
monasterios, y se había ganado el respeto, o más bien el miedo, de todos los
eclesiásticos que ocupaban edificios en la zona por la que él se movía, siempre
cargado con sus pistolas y varias navajas de siete puntos. Así lo atestiguaban las
numerosas cartas que el investigador mandó al Consejo de Castilla durante la
segunda mitad del siglo XVIII.
La
historia de Fray Diego Martel podría pasar como la vida de otro bandolero más
de la serranía gaditana, pero a Martel le perseguía un aura de misticismo,
quizá debido a que jamás abandonó los hábitos de trinitario, usándolos tanto en
su vida diaria como para llevar a cabo sus asaltos. Bien sabía Martel que el
hábito de trinitario le servía para ganarse la confianza de los incautos que se
encontraba en su camino, a los que robaba y en ocasiones llegaba a asesinar.
Este carácter violento le volvió un hombre conocido y temido por las gentes de
la zona de la sierra. Cuando Fray Diego decidía bajar a algún pueblo nadie que
valorara lo más mínimo su pellejo hacía nada para intentar contenerle en sus
excesos.
A
pesar de la ley del silencio que se estableció en los lugares marcados por el
paso del trinitario bandolero el cerco de sus perseguidores, encabezado por el
abogado Tamayo Palomino, se iba estrechando sobre su figura. Este huyó por los
pelos en varias ocasiones hasta que decidió abandonar su zona y llevar a cabo
sus actos delictivos en la campiña gaditana y las cercanías de la ciudad. Así
fue hasta que llegó el día 1 de abril del año 1770. Ese día el fraile bandolero
fue apresado por los chicos del corregidor de Jerez que le seguían las huellas
desde hacía unos meses. Encarcelado de forma inmediata bajo la más estricta vigilancia
esperó su juicio. Se abrió contra él una cauda larga y compleja por el gran
número de delitos de los que se le acusaba, incluido el intento de asesinato
sobre su propio prelado, a lo que se sumó una acusación por el contrabando que
supuestamente venía realizando durante todos estos años. El Consejo de Castilla
se presentó como acusación particular debido al comportamiento escandaloso y
sanguinario del trinitario, lo cual había sembrado el terror entre la
ciudadanía.
Pero
la acusación del Consejo de Castilla no se paraba solo en la figura del
trinitario Fray Diego, sino que llegaron a señalar al arzobispo de Sevilla, del
cual dependía el convento de los Trinitarios de Jerez de la Frontera. El
Consejo acusaba al arzobispo de no haber hecho todo lo que estaba en su mano
para atrapar y juzgar a Fray Diego Martel, a lo que el eclesiástico repuso con
vaguedad que sí lo habían hecho, pero que tal vez ahora debería expulsarle
definitivamente de la orden.
Tras
un largo y costoso juicio, el trinitario bandolero, fue condenado a pasar el
resto de su vida en una destartalada celda, a expensas de lo que propusiera la
Santa Inquisición. Pero quiso el destino que cinco años después el rey Carlos
III promulgara un indulto general, una amnistía que lanzó a Fray Diego de nuevo
a la calle para su regocijo y el escarnio de los habitantes de la provincia de
Cádiz. Volvería así a la sierra, donde no dejaría sus asaltos, robos y
asesinatos hasta el día de su muerte. Hasta ese día tampoco abandonó la orden
ni dejó de vestir el hábito de los Trinitarios.