Que a la mayoría de los políticos patrios se la trae al
pairo la cultura ─y por extensión la educación─ no es ninguna noticia nueva
para ustedes, supongo. Sólo hay que darse un paseo por el país, por sus calles,
por sus periódicos, por sus escuelas y universidades para ver la ignominia
congénita que la clase política profesa contra todo lo que huela a cultura e
inteligencia. También, he de reconocer, hay honrosas excepciones ─las mínimas─,
pero aún quedan justos en Sodoma.
De uno
de esos justos, o justas, no es precisamente de lo que vamos a hablar hoy desde
luego. Pongámonos en situación: tras finalizar el acto que inauguraba ─no
realmente, pues llevaba un día en marcha, sino políticamente─ el festival de
novela policíaca de Madrid, que desde hace nueve años se realiza en Getafe,
comenzó la charla entre dos académicos, uno argentino y otro español, y un
periodista ─permítanme que me ahorre nombres que cualquiera puede encontrar con
teclear unas palabras en cualquier buscador de Internet─. Hasta aquí todo
normal, o casi, en la tarima se podía masticar la tensión que siempre aparece
cuando se cruzan gente perteneciente al mundo cultural y al político. Reuniones
necesarias pero difíciles por las formas de pensar y actuar de unos y otros,
normalmente contrarias. Tras las fotos institucionales y la publicidad gratuita,
comenzó el asunto y las políticas bajaron del entarimado cubierto de moqueta
roja para dejar paso a la charla que la sala, abarrotada a esa hora, esperaba.
Minutos antes la gente de la
organización había añadido una hilera completa de sillas ante la que era la
primera fila, convirtiéndola ahora en segunda, lo digo no por tiquismiquis,
sino porque como verán tiene importancia en el asunto que les traigo hoy. Esas
sillas fueron colocadas para que los autores de la mesa redonda anterior
pudieran asistir al acto ─ya les he comentado que el resto de las localidades
estaban copadas desde minutos antes y las últimas personas que entraban a esas
horas debían permanecer de pie al fondo y en los laterales─, también lo
hicieron otros miembros del consistorio, identificados por la propia alcaldesa
durante su discurso, barra arenga, de inauguración. Pues bien, terminadas las
fotos institucionales, las buenas palabras, los elogios a los asistentes, a los
académicos que comenzarían la charla de forma inmediata, al presentador de dicha
charla y al comisario del festival ─escritor también de novela policial─, todos
se retiraron hacía los primeros asientos reservados para que ellos pudieran
disfrutar de primera mano del asunto.
Todos no, pues la alcaldesa y
la concejala de cultura que tantas odas habían lanzado hacía los presentes
permanecieron de pie, no por falta de asientos, sino por gusto, en un lateral,
sin intención de ocupar una de las numerosas localidades vacías de la primera
fila que después se irían copando por espectadores anónimos. No hace falta que
les explique que no me lo han contado, que no lo he leído en ningún lugar
sensacionalista, sino que estaba allí, a escasos diez metros del tema. La
alcaldesa ─no sé si es necesario decirlo, pero lo diré: del pesoe─ sacó de su
bolso un teléfono móvil de carcasa estridente y se puso a mandar mensajes sin
levantar la cabeza del aparatito durante más de media hora, sin hacer ningún
tipo de caso a la charla literaria que hacía unos minutos elogiaba y tildaba de
importante y necesaria. Actuaba como si allí no hubiese nadie, ya no sólo en la
tarima sino en la sala. Muchos dirán que sí, que estaba mandando o subiendo
fotos del encuentro a las redes sociales, dándole publicidad. Cierto, lo hizo,
yo mismo lo busqué al finalizar el acto. Subió una foto, justo en el momento
que se bajó de la tarima, una sola foto y un solo comentario. Escusa bastante
endeble para justificar su total falta de interés por lo que allí ocurría, todo
esto a la vista de los invitados, del comisario del asunto y de todo el público
asistente, entre ellos su concejala de cultura que permanecía de pie tras ella,
ésta sí observado y escuchando interesada el acto, pero que tal vez, y digo tal
vez, debería haber llamado la atención a su alcaldesa sobre, como mínimo, su
falta de educación.
Media hora después del inicio
del coloquio la alcaldesa guardó su teléfono móvil en el bolso para mirar a su
alrededor, cuando parecía que por fin sí iba a mostrar algún tipo de interés
hacía la charla que tanto había promocionado, recogió su chaqueta del respaldo
de una silla cercana y abandonó la sala de actos acompañada por su concejala de
cultura a modo de escudera. Así dejó claro, una vez más y al menos para mí, que
la reacción de muchos políticos con la cultura no es más que un postureo para
ganarse la palmadita en la espalda, o el respaldo de una parte del electorado
que difícilmente sabe distinguir entre el culo y las témporas.
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