El sillón estaba colgado del techo, boca abajo, eso fue
lo primero que llamó la atención a los tipos que entraron en aquella casa
abandonada, cerrada desde hacía lustros. El olor a humedad concentrada, a moho
resentido por el paso de los años les golpeó en las fosas nasales. Las potentes
linternas enfocaban el interior de la sala que, más allá del sillón frailero
minuciosamente labrado que colgada del techo, no ofrecía nada extraño. El
viento exterior golpeaba los postigos de un edifico cercano, su fuerte ulular
se colaba entre las diminutas grietas de los cristales esmerilados hasta
susurrar en sus nucas. Les había tocado un día de perros para acudir a un aviso
tan extraño, pensaron. Después ocurrió todo aquello.
La
prensa del día siguiente contaba una versión descafeinada de lo sucedido en
aquella casa: «Miedo en el Casco Viejo», titulaba el periódico local, para
después seguir desgranado en su interior el suceso, tratándolo de una manera despectiva,
casi humorística. Algunos periodistas habían tenido acceso al informe que la
policía había redactado de madrugada, cuando todo había quedado relativamente
aclarado. Ninguna de las personas que aquella noche presenciaron el hecho concedieron
entrevista alguna, nadie volvió a hablar en público de lo sucedido. Nunca.
Pero hace unos días el teléfono
volvió a sonar en el parque móvil del centro. Esa tarde contestó a la llamada
el teniente Ferrer. Cuando colgó el aparato, y antes de hacer sonar la alarma
de emergencia, un escalofrío recorrió su cuerpo de punta a punta. Esa
dirección, pensó mientras se ponía de pie con dificultad, era la de la casa del
sillón colgado del techo. Cuando el operativo entró en el viejo edificio, que
seguía totalmente abandonado, pudieron observar que las llamas lo habían
devorado casi por completo. Sin embargo, aquella humedad penetrante, aquel olor
a moho no se había difuminado ni un ápice. El teniente Ferrer no pudo evitar
pensar en los dos compañeros que, junto a él, entraron veinte años atrás en
aquel mismo lugar.
« ¡En el
sótano!», gritaba uno de los bomberos. «Del sótano viene el grito de un niño»,
volvió a decir el mismo hombre. El teniente Ferrer no podía dar crédito a lo
que estaba escuchando. Aquello no podía estar ocurriendo otra vez. No a él.
Las
llamas habían arrasado con todo lo que había en la habitación, todo estaba teñido
de un negro absoluto. Los pocos muebles desvencijados que quedaban en su
interior habían sido reducidos a cenizas. Todos, menos un antiguo sillón
frailero de madera y cuero que permanecía en perfecto estado en mitad de la
sala. El fuego lo había respetado, como si se encontrara dentro de una campana
invisible e ignífuga. El teniente Ferrer gritaba que nadie se acercara al
sillón, que a nadie se le ocurriera tocarlo. Estaba fuera de sí.
El niño,
el dueño de aquella voz, que supuestamente estaba atrapado entre las llamas no
aparecía por ningún lado. Un par de bomberos se afanaron en la búsqueda,
inspeccionando cada palmo de terreno, por si en el interior de aquella sala
hubiera alguna puerta que conectara el lugar con otro sitio. Un resquicio, un
espacio, que por pequeño que fuera hubiera permitido al niño escapar de aquel
infierno de humo y llamas. Nada.
La Unidad
decidió salir de allí, dejar el caso en manos de la policía que ya esperaba
fuera después de confirmar que allí no había nadie. Ninguno de aquellos jóvenes
entendía nada de lo que había ocurrido, pero el teniente Ferrer parecía
intranquilo. Esperó a que salieran todos sus hombres para abandonar el sótano
en último lugar. Al irse miró hacia atrás, buscando de nuevo aquel sillón
maldito; entonces los vio. El niño, vestido con ropajes antiguos, de principios
del siglo, le miraba clavándole sus ojos acuosos, amenazantes. Junto a él,
sentada en el sillón frailero reposaba ella sonriente, desnuda y seductora, como
siempre, desde hacía siglos. En su regazo descansaban dos cabezas degolladas
que pertenecían a dos hombres jóvenes. El teniente Ferrer no tuvo que mirarlas
para saber que eran las de sus dos compañeros desaparecidos. Los dos bomberos que
entraron junto a él aquella noche en busca de un niño perdido. El niño que le
miraba ahora con ojos acusadores, el mismo que una vecina, según rezaba el
atestado, vio entrar en aquella casa abandonada, y el cual minutos después
imploraba auxilio a través de las rejas de aquel sótano ahora arrasado casi por
completo por el fuego.
El teniente Ferrer cerró la
puerta que comunicaba el sótano con el resto del edificio y apoyó en ella su
cabeza canosa. Dedicó un último recuerdo a sus compañeros, y cerró la puerta
con una desmedida cadena enlazada a un candado enorme, cuya única llave
destruiría con una cizalla en cuanto llegara al parque móvil.
Aquella noche apenas durmió, no
paraban de correr por su mente las imágenes de sus compañeros descolgando del
techo aquel sillón frailero durante su primera visita al sótano. Los recuerdos
se superponían en su cabeza como fotogramas cinematográficos, primero uno,
después el otro. Ambos jóvenes bomberos acudieron a esa casa a escondidas, sin
contárselo a nadie, como si algo les indujera de forma enfermiza a volver a
aquel sótano, a aquel sillón. Después, entre la nebulosa que producía la
duermevela, el teniente Ferrer pudo ver a aquella bella mujer desnuda que les
llamaba, que utilizaba al niño para atraer a su guarida a hombres jóvenes a los
que convencía con artimañas ancestrales para que tomaran su cuerpo sobre aquel
sillón.
Estaba amaneciendo cuando un
pesado olor de almizcle y humedad invadió la habitación del teniente Ferrer secándole
la garganta, haciendo que su tos sonara agrietada y rotunda, hasta que
finalmente se quedó profundamente dormido. Desde aquella noche el teniente
Ferrer nunca más volvería a tener pesadillas con aquel niño perdido.
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