Cuando salí de la librería Bertrand
la rúa Garrett estaba atestada de gente. Al llegar a la altura de la joyería
Alianza, resbalé aparatosamente entre los húmedos adoquines blancos y negros
que marcaban la cara de la ciudad como un taqueado jaqués descomunal y único de
cuestas y plazas. Apenas pude controlar mi cuerpo para no dar con él en el
suelo. Me alegré de haber dejado para otra ocasión la visita a la bodega de la
Ribera junto al mercado de Cais do Sodré. A aquellas horas, y después de varios
resbalones, ya habría destrozado la botella de vino dulce que tenía en mente
para la sobremesa de la comida del domingo.
El
almuerzo de ese domingo estaba en la cabeza de la mayor parte de las personas
que a esas horas andaban por las calles húmedas y resbaladizas de Lisboa. La
celebración del aniversario de la Revolución que expulsaría a la exigua, pero
hija de otra larga y tortuosa, dictadura de Marcelo Caetano, se seguía
celebrando en muchas de las casas del país. En mi caso, con amigos que nos
juntábamos cada año para brindar por la libertad después de asistir al desfile anual
por la avenida de la Libertad. Siempre con un puñado de claveles rojos en las
manos.
A pesar de la
posibilidad de que las nubes volvieran a descargar decidí volver a casa caminando,
acababa de anochecer pero sin embargo la temperatura invitaba al paseo. El
bullicioso trasiego de personas que entraban y salían a esa hora del metro acabó
de convencerme para seguir camino por la empinada rúa do Carmo. Desde la
esquina podía ver una de las postales más típicas del centro, la más
fotografiada por los visitantes, el antiquísimo automóvil aparcado en la puerta
de Richards, donde sonaban piezas de música
y folkore tradicional portugués. A su alrededor, revoloteaba el perenne círculo
de curiosos que sobaban los libros y los discos compactos sin intención de
comprar nada.
Lo cierto es que el
paseo transcurría rápido, ensimismado en mis pensamientos como estaba, e
intentando no volver a resbalar dejé atrás las calles del Chiado para
desembocar en la amplia plaza de Pedro IV. Rossio, como localmente se conoce el
lugar, ya estaba comenzando a ser preparada para acoger las próximas
celebraciones. Los casi desaparecidos quioscos de flores se reproducían en esas
fechas para ofrecer miles de claveles. Pero no todo eran celebraciones en la
ciudad, lo supe en cuando la vi.
El arco monumental, que
se forma en la desembocadura de la sombría y húmeda rúa dos Sapateiros, le
servía de refugio ante los chubascos intermitentes que acogía la ciudad durante
aquel mes de abril. La mujer, bastante gruesa, casi obesa, de más de sesenta
años estaba sentada a la luz del escaparate de una tienda centenaria de ropa.
Sus piernas, cansadas por el paso de los años y de las vicisitudes de la vida
mísera, no podían sostenerla en pie durante mucho tiempo. De su escaso cuello
colgaba una hucha rectangular negra, con los bordes y las esquinas reforzadas
en un metal brillante. La parte de arriba consistía en una pequeña chapa
rectangular de color negro que contaba con una pequeña abertura, lo suficiente
para que por ella entrara con dificultad una moneda. La señora sujetaba la
hucha de una forma recia, con las dos manos, como si tuviese miedo a que se la
arrebatasen. Como si ya lo hubieran hecho alguna vez. Tan solo, cada cierto
tiempo, soltaba una de sus manos para frotarse los ojos, unos ojos totalmente
blancos, opacos, casi solidificados de los cuales brotaban abundantes lágrimas.
No pude evitar pensar
en otro ciego que conocía del barrio. Una mañana mientras desayunaba en un bar
de Anjos entró Rui, con un palo de escoba a modo de bastón y unas enormes gafas
de sol que le tapaban las marcas dejadas por unas quemaduras en las cuencas de
los ojos. Él, cada mañana recorría todos los locales del barrio pidiendo unas
monedas para echarse algo a la boca. Lo invité a desayunar. Él me contó su
historia con toda clase de detalles. Aquellas quemaduras que ocultaba bajo las
gafas, se las hicieron los esbirros de Salazar durante una de las numerosas detenciones
que se produjeron en los primeros años de la dictadura. Para que hablara, para
que confesara lo que querían escuchar le quemaron los ojos con ácido. Pero él
no tenía nada que contar, a nadie que delatar. Desde aquel día, contaba
mientras masticaba un bollo de arroz, busca seguir adelante, enfrentarse a sus
miedos para olvidar el día que le robaron la vista.
La voz de la mujer
sustituyó la imagen de Rui en mi cabeza. Había comenzado a cantar mientras sus
inservibles ojos secos miraban al cielo, un cielo negro donde comenzaban a
aparecer estrellas claras y brillantes que se atrevían a desafiar a las nubes
reinantes. Me acerqué a un banco cercano donde dejé la bolsa cargada de libros
y petiscos. Levanté la vista hacia el mismo cielo que miraba la mujer, una
extraña atracción invisible que nos unía. Con los ojos clavados en el cielo sus
cuerdas vocales se tensaron para interpretar una preciosa canción, amable y alegre.
Un fado que hizo famoso la Rodrigues, pero que de su boca brotaba nostálgico y afligido.
La voz me conquistó de inmediato, al igual que a todos los que andábamos por
allí en ese momento.
Cuando la mujer terminó
su repertorio me levanté con lágrimas en los ojos, me acerqué a ella para
felicitarla por su voz, pero sobre todo por su forma de enfrentarse a una vida
injusta desde la belleza de un talento único. Introduje como buenamente pude un
par de billetes por la estrecha ranura de la hucha que colgaba de su cuello. Ella
me lanzó una mirada con sus ojos blancos, como si realmente pudiera verme, y
sonrió. Cuando me alejaba comenzaba a llover de nuevo, ella cantaba y yo ya no
pensaba en no caerme, sino en levantarme siempre.
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