Si, ya sé que a nosotros la
navidad nos pilla a contramano, pero creo que no sería mucho pedir que la
comida del día veinticinco fuera más acorde con el verano. No sé, podrían
ahorrarse al menos el puchero criollo. Digo yo. Nada, la abuela hace como que
no existo, como que encuadrado en el marco que separa la cocina del resto de la
casa no hubiera nadie. Ella saca una quilométrica tira de asado de la heladera
y la extiende sobre la mesa. Está haciendo cálculos mentales, algo no le cuadra.
Agarra el teléfono y marca el número de la carnicería de la esquina. Encarga
otra tira de asado y una docena de bifes de chorizo. Mi bufido se escucha desde
la esquina.
Salgo
de la casa, busco en el jardín a mi madre, ella podrá pararle los pies y evitar
que toda la familia muera de indigestión. Observo pero no la veo, al que si veo
es a mi padre vaciando la pileta.
─A
cuarenta grados y vos vaciando la pileta ─le interrogo.
─Ya
sabés como son las navidades en esta casa ─dice por toda respuesta, sin
acritud.
Vivo
con una comuna de locos. Mi madre se asoma ante mi tercer bufido, está en el
cuarto del jardín que han acondicionado como segunda cocina. Cuando voy a
mostrarle mis quejas sobre todo lo que rodea a la grasienta y cargante comida
de navidad la veo cocinado una olla de locro.
─¡Locro!
─grito como un loco.
─Bien
calentito y espeso ─dice ella sonriendo, feliz de ver como su olla comienza a
hervir inundando la estancia de un olor pesado.
Justo
antes de salir de allí escucho que me grita un encargo de última hora: media
hora antes de la comida tengo que pasarme por El Cuartito a recoger las pizzas
de muzza para los primos. ¡La Pucha!
En
la cocina la abuela se pega con las mazorcas de choclo, las ensarta a presión
en el fierro de asar. Una docena. Miro el reloj del living, las doce del
mediodía. Cuarenta y dos grados y el porcentaje de humedad desbordado. Decido
subir a cambiarme de nuevo la remera, llevo dos hoy, pero la transpiración me
ahoga y me empapa tanto que parece que voy a salpicar a cualquiera que se me
cruce. Suena el timbre de la puerta. La tía. Abro. Entra en escena con una
tarta pascualina y dos tortas de pasta frola.
─Calentitas
─grita─, recién las saqué del horno.
»Después
─me dice─, viene tu tío con las empanadas de carne dulce. La receta salteña de
la prima Enriqueta, con huevo y aceitunas.
Cuarenta
y tres grados.
El
sol de pleno verano en el Cono Sur se muestra bravo, quemando y derritiendo
todo lo que se pone a su paso. La vecina de en frente, en corpiño y bombachas,
se refresca bajo la manguera que tienen en su jardín. Los perros de otros
vecinos están despatarrados, con la lengua fuera bajo la sombra de los gomeros
de la vereda. Una estampa perfecta para la época hasta que oigo a mi abuela
telefonear de nuevo al carnicero de la esquina. Le pide el favor de que antes
de irse con su familia le traiga un quilo de matahambre.
─¡No!
─grito fuera de mí, casi arrancándole el tubo del teléfono de la mano─. Ya está
bien, nada más de carne para hoy. Por favor.
─Y
bueno ─se indigna ella, si luego se quedan con hambre no me culpen a mí.
─¿Con
hambre?
Aún estoy intentando controlar las náuseas que
me producen el calor y el olor a toda la comida pesada que se está acumulando
en la casa cuando suena de nuevo el teléfono. Es el abuelo, se retrasará un
poco, tiene que pasar a recoger unos dulces artesanos que encargó en una
pastelería del conurbano. Rellenos de dulce de leche, apuntilla ufano. Pufff,
resoplo y suspiro.
Cuando
vuelvo al patio mi padre ha terminado de vaciar la pileta.
─Pá ─le pregunto extenuado─, ¿Por qué
todos los años el mismo rito? ¿Por qué todos los años el mismo sufrimiento?
Se
encoge de hombros, es Navidad dice de nuevo como si acabara de descifrarme el
mayor de los secretos de la humanidad. Después sigue su camino con la caja de
herramientas quejumbrosa, azul, oxidada en las esquinas. Me siento en el pasto
recién segado, tengo ganas de llorar. Mi madre lleva la olla de locro al
interior de la casa.
─Usen
la parrilla de brasa ─suplico─, la del exterior.
¿Estás
loco? ─contestan madre e hija al unísono desde la ventana de la cocina─. ¿La
parrilla de brasa? ¿En el exterior? ¿En plena Navidad?
Lo
dejo por imposible.
Vuelvo
de buscar las pizzas. Mi padre está comenzando a cerrar todas las ventanas y
puertas a cal y canto, entre tanto charla con el tío que ya llegó con las
empanadas. Sobre la mesa y en cada rincón ya están situadas las grotescas
decoraciones navideñas. Suena el timbre. El abuelo. Las dos y diez. Cuarenta y
cuatro grados. El verano más caluroso del último siglo. Estamos todos,
comienzan a servir el puchero humeante, mientras, la abuela saca del viejo baúl
los jerséis de lana hechos a mano con estampados de muñecos y copos de nieve. Nos
los vamos colocando, el calor es insoportable y aún falta por pasar la tortura
de toda la comida de navidad, caliente y pesada, como si siguiéramos en Europa.
Ese
es el drama, como si siguiéramos en Europa. Veinte años después de la mudanza la
navidad es como allá, como en la estepa castellana, helada, fría y
desagradable, pero en mitad de Cono Sur. Las tradiciones dicen los abuelos, nada
como las tradiciones castellanas. Nada como el respeto a las raíces, a los
desarraigados. Al otro lado de la ventana, la vecina sigue bajo la manguera, al
fondo su familia la espera con una ensalada y unos sándwiches. La visión
liviana agudiza el calor del interior. Odio la navidad, sobre todo cuando es a contramano.